martes, 28 de septiembre de 2010

Un último hilo por cortar...

La chica de los intensos labios rojos se sienta en la silla y empieza a llorar. Se tapa el rostro, no quiere que la vea convertirse en un humano cualquiera. Las lágrimas brotan abundantes, se deslizan como bailando por su suave piel hasta impactar en el frío suelo.

Respira, suspira, inhala y exhala fuerte, muy fuerte, como si deseara que sus pulmones explotasen en una de esas violentas bocanadas de aire, como si anhelara que el último latido de su corazón fuese después de haber tenido sexo conmigo.

No creo que sea por eso. Dudo que quiera morir cada vez que termina de complacer a uno de sus clientes. No, no lo creo, aunque…

La chica de la larga cabellera negra sigue llorando. Su cuerpo desnudo reposa en una desvencijada silla, su respiración entrecortada se entremezcla con los fugaces ruidos de algunos coches allá afuera, donde nada es lo que parece y lo poco que parece se convierte en nada.

Su blanca piel es bañada por la luz de la luna. Viéndola así, parece un ángel…un ángel caído; sin embargo, la cicatriz que me sonríe cínicamente desde su pierna izquierda delata su condición humana.

La chica de los ojos verdes ya no llora, ya no suspira; sólo se cubre el rostro con ambas manos. Aún escucho su respiración.

No sé que decirle, qué hacer. Sólo sigo ahí echado, completamente desnudo y con un sudor denso aún empapándome el cuerpo.

Me siento agitado, me paso el brazo por la frente secándome las diforzadas gotas de sudor que se resisten a morir en el aire viciado de la habitación. Mi boca esta seca, no puedo emitir sonido alguno. Tampoco quiero hacerlo. No pretendo acabar con el silencio fugaz que envuelve la habitación.

No puedo decir que haya paz, me siento perturbado y el olor a sexo que permanece rondando desafiante todavía me embriaga.

Me siento satisfecho, ha sido una noche genial. Es la quinta vez que me acuesto con ella y en las anteriores ocasiones me ha complacido en todo y quiero creer que yo también a ella… hasta ahora.

Una extraña sensación de insipidez se apodera de mí. Me noto absurdamente inquieto y ansioso. Trato de relajarme, pero no lo consigo.

La chica de bello rostro emite un último y fuerte suspiro, retira la mano de su rostro. Puedo ver sus ojos, están tristes, vacíos…

Se para, se dirige a la cómoda, abre el cajón superior derecho y saca un cigarrillo; un único y solitario cigarrillo.

Lo enciende, exhala el humo y cierra los ojos. Una nube gris envuelve su pálida cara. Se mira en el espejo que tiene frente a ella; pareciera como si no le gustase lo que ve, frunce el ceño y hace una mueca de disgusto.

Se voltea súbitamente dirigiéndose a la ventana, se apoya en esta y sigue fumando. Su mirada se pierde en el abanico de luces sombrías de la ciudad.

Sigo en la cama. Permanezco inmóvil e intranquilo a la vez.

Contemplo maravillado su figura, sus senos, sus brazos, lo bien formado de su trasero. Pero algo en ella ya no es igual, parece envejecer cada día que pasa y de una forma acelerada.

Me estremezco de sólo pensar en ello, de ver a mi musa convertirse en polvo. Pero es inevitable y ello me asusta más.

Desde que la vi el primer día sabía que tenía que ser mía. De todo el grupo de prostitutas haciendo suya una esquina, ella sobresalía de entre todas, no sólo por su extraña belleza, sino por su falta de vulgaridad frente a las otras. La elegancia de sus movimientos, lo refinado de su andar, la delicada forma de hablar me lleno por completo los ojos.

Me impactó desde que la vi, quedé totalmente ensimismado con su fisonomía.

Nunca he conversado mucho con ella y la mayoría de nuestras pláticas se resumen en gemidos y quejidos.

No sé nada de ella, y no sé si quiera saberlo. Está bien así… por el momento.

Creo que ella tampoco quiere saber mucho de mí. Intuyo vagamente que no le hace falta saber mucho acerca de sus clientes para dejarlos satisfechos.

Ella me mira como a un cliente más. Eso me molesta. Yo no la miro como a una puta del montón. Para mí, únicamente es mi musa, el ángel que me transporta a dimensiones desconocidas a través de su cuerpo, sus caricias, sus besos.

Debo tratar de comprender que es su trabajo. Que no fornica conmigo por placer o por que le guste o sienta algo especial hacia mí, Lo que hace lo hace por mi dinero. ¡Maldita puta!

La miro nuevamente e intento odiarla, pero no lo consigo. Ella sigue fumando, abstraída en su mundo, sin importarle mi presencia. Es hora de irme, me siento miserable.

Salgo de la cama y empiezo a vestirme tratando de hacerlo rápido e irme en seguida. No lo consigo. Mis músculos se contraen y se vuelve un suplicio subirme los pantalones. Me doy cuenta que la torpeza de mis movimientos es sólo la exteriorización de mi deseo infantil de quedarme y oler su aroma. A la vez, un sentimiento de rechazo y falso defraude van atrapándome, negando la visión clara y limpia que aún tengo de ella, volviéndola mundana y corriente, originando en mí un impulso de huída cobarde. Por fin termino de subirme los pantalones. Ella gira con aire apático hacia donde me encuentro, veo que su boca se mueve. De pronto, sus palabras llegan a mí.

- Siento que hayas tenido que ver este bochornoso espectáculo. Es la primera vez que lloro frente a alguien y la segunda que lo hago en toda mi vida. Tú no pagas por verme llorar.

Dinero, todo gira en relación a mi dinero. Desearía que no existiera, que sólo hubiera una especie de trueque intrínseco entre nosotros. Yo, una compañía para ti; tú, alguien para contemplar embelesado.

Me abruma esta situación y a lo que he llegado a convertirme en esta semana de conocerte… de no conocerte.

Me es difícil expresar lo que siento con palabras. Al fin y al cabo, son ondas sonoras pasajeras que se perderán en el ruido de la ciudad. Muy pocas personas llegan a conocer el trasfondo de éstas, muy pocas personas llegan a hacerlas suyas, muy pocas se aferran a ellas creyendo en su honesta validez. Ese es el problema. ¿Para qué soltar palabras sinceras si te estrellas contra un muro hecho de frases como “Ya lo he escuchado antes”?. ¡Mierda!

Creo que tú eres uno de esos seres.

Me animo a decir algo, no sin que una sensación de aprensión me invada.

- No te preocupes… no sólo pago por…

Me interrumpe de improviso.

- Sí ¡Sí lo haces! No mientas y no pretendas que crea semejante tontería. Tú me pagas porque soy una puta. Tú me pagas por el deseo corrosivo que tienen todos los hombres de fornicar hasta que no sientan sus testículos.

Sus ojos están muy abiertos pero siguen inertes; sin embargo, el tono de sus palabras refleja rabia, rabia contenida en plena erupción.

Arroja el cigarrillo por la ventana, se pone de pie bruscamente y se dirige de nuevo a la cómoda. Remueve violentamente las tantas baratijas que allí alberga. De pronto, da un fuerte golpe sobre ésta.

- ¡Maldita sea! No hay más cigarrillos.

Dirige su mirada hacia mí. Su expresión se ve algo deformada, acentuada por las sombras de la habitación y la tímida luz que se filtra por la ventana.

- ¿No tienes uno? – me dice.

- No fumo – le contesto con actitud firme.

- No lo sabía.

- No sabes nada de mí.

- Tienes razón, tampoco pretendo averiguarlo. Nunca se termina de conocer a una persona.

- Cierto.

- Hay todo un mundo oculto tras una persona.

- Es verdad.

- Entonces… ¿Para qué perder el tiempo tratando de conocer a alguien si sabes que realmente no la conocerás del todo? ¿No es algo frustrante? Una verdadera pérdida de tiempo. Prefiero que todos sean entes extraños que divagan a mí alrededor sin la mayor importancia.

- ¿Para qué intentarlo? Para que por lo menos te quedes con la grata sensación de haber intentado conocer a esa persona y, posiblemente, descubrir parte de su universo. Saber que esa persona, aunque sea de manera inconsciente, te permitió el ingreso a su mundo y hacerle saber que le interesas.

La chica de las largas pestañas me mira con desdén. La palabra “confusión” se proyecta en su rostro. No articula palabra alguna, recorre el piso y el techo con su mirada.

Me observa, siento que me analiza, una extraña aura la envuelve.

Sé que está pensando en algo, pero no dice nada.

Se dirige a la cama y se sienta en el otro extremo dándome la espalda.

- Es hora que te marches.

Me siento utilizado. Aprieto los dientes he intento odiarla nuevamente, pero no lo consigo. Me frustro aún más y me siento estúpido al tratar de decirle lo que siento por ella. ¿En qué desquiciado momento me enamoré de este ser con cuerpo de mujer?

- Eso haré – digo tratando de no mostrar debilidad.

- No quiero que vuelvas más, no quiero ver tu infantil rostro ¿Entiendes? Ya me harte de tirar con un mocoso.

- Y yo con una anciana…

Sé que no quise decir aquello. Mis ojos se humedecen, trago saliva, un enojo inmensurable explota en mí. Termino de vestirme. Escucho como un suspiro se escapa de mi boca. Supongo que ahogaré esta tremenda tristeza en alcohol. ¡Qué gracioso! No tomo. Bueno, supongo que será momento de empezar a hacerlo, ya tengo un motivo.

Mientras camino en dirección a la puerta sintiéndome ridículamente tonto, percibo el enorme peso de la angustia sobre mis hombros.

Vuelvo a escuchar su voz.

- Espera – me dice.

Se acerca a mí y me da una carta. Me acaricia el rostro. Sus ojos ya no están vacíos, puedo percibir en ellos una tranquilidad vencida.

Se da media vuelta y toma asiento en la cama mirando hacia la pared.

- Ahora vete.

Mientras bajo las escaleras del tercer piso de ese viejo edificio, me detengo y leo la carta en voz alta.

- Sé que me quieres, y sé que también te quiero; pero no me perdonaría que vivieras una falsa realidad a mi lado. Me queda poco tiempo y será mejor así. Gracias por permitirme tocar ese bello rostro una vez más. Adiós.

Sin tiempo para pensar y con un nudo en mi garganta, escucho un ensordecedor ruido que revienta mis tímpanos. Me percato que el sonido es de un revólver. Subo las escaleras, sé que provino de la habitación de ella.

Empujo la puerta, no se abre; una patada, tampoco. Retrocedo unos pasos y empujo con todo mi peso. La puerta cede y por fin se abre.

Lo que mis ojos ven me paraliza por completo. Ella, tirada en la cama desnuda; la cama, bañada en un líquido rojo que se escurre por los filos, goteando insolente.

Me acerco. Siento que mi estómago grita y mi garganta se seca por completo. Contemplo el macabro y bello cuadro.

Busco el arma, la encuentro descansando abatida sobre la mano izquierda de mi musa.

Una lágrima recorre mi rostro, luego otra.

Doy unos pasos hacia atrás. Ahora sí es tiempo de irme. Aún sigo pasmado y no atino a otra reacción.

No encuentro respuestas, no hay porqués. Eso me fastidia, pero en este momento no hay lugar para sensaciones de ese tipo, sólo una gran tristeza me mueve.

Veo un cigarrillo tirado en el suelo, lo recojo y lo enciendo.

Es hora de fumar. Extraña forma de acabar mi cumpleaños número 18. Es momento de empezar a vivir de verdad.

El humo raspa mi garganta, pero se siente bien cuando lo boto y siento que con él se va todo lo malo. Grandiosa forma de consuelo.

Mientras avanzo y otra lágrima cae, pienso en que nunca llegué a saber su nombre, no creo que ahora ya importe.

Ahora si me marcharé. Tal vez no vuelva a enamorarme, tal vez escriba un libro, tal vez termine pegándome un tiro y acompañando a mi musa hacia los campos elíseos.

//Paris Pesantes Morán//